Obra de Gustavo Doré, Francia 1863.
BESO MORTAL
CAPÍTULO 1
Como palomas del deseo llamadas
Quedó, alta el ala y parada, al dulce nido
Caer se dejan por amor llevadas»
La Divina Comedia
Era inevitable sentir cómo el corazón se me agitaba con fuerza acompañado por aquel temblor en las piernas cuando, de pie junto mi padre, estaba por casarme con mi prometido. La frente se me perló y mi doncella, igual de nerviosa por mantenerme con buena presencia según órdenes de mi padre, se apresuró a limpiarme la frente con un pañuelo que guardaba en su falda. Apenas era una adolescente en la flor de mi juventud que sí, quería casarme pero en mi fuero interno no lo deseaba así, no por obligación, no como si fuera un simple soldado raso al que mandan al frente y no tiene otra opción más que obedecer.
Apenas aparté la mano de la doncella, mi padre ya me estaba ordenando con su grave voz «¡Francesca! Endereza tu espalda», si no por mi culpa podríamos revertir los conflictos con los Malatesta. Imagínense todo el peso de dos regiones sobre mis delgados hombros y aunque se me había dicho lo que debía hacer, no estaba conforme. El nombre de mi padre era importante, resonaba por las calles siempre «Ahí va Guido da Polenta» o «Ése es el gobernante de Rávenna» y resultó que entre tantas disputas sucedidas en 1270 con los Traversari, tuvo mi padre que unir fuerzas con condotieros de Rímini para ganar terreno y aunque lo logró, ahora como ofrenda de paz entre Rímini y Rávenna surgía yo en este cuento de hadas ausentes, debía casarme con uno de los condotieros. Desde niña simplemente se me explicó qué sería de mí en el futuro y quién sería mi caballero, nada más. No lo conocía, solo sabía de nombre quién era.
A pesar que sería dirigida en mi propio casamiento tuve la esperanza de que el hombre que mi padre hubiera elegido, aunque por interés de por medio, al menos fuera atractivo, con ese porte del que toda joven espera ser enamorada con pretensiones románticas hasta que pide la mano al padre y éste, celoso, acepta porque sabe que la unión de sangre siempre mejora la gobernanza e incrementa los bienes familiares. Recuerdo que la primera vez que oí los rumores de mi casamiento fue en 1266 cuando tenía siete años, el trato estaba sobre la mesa, yo era un trofeo el cual sería tomado nueve años después en mi adolescencia cuando ya fuera capaz de sostener un hogar con mi conocimiento y procrear con mi cuerpo.
Una tarde supe que alguien de Rímini, de la tierra donde era mi prometido que aún no conocía, estaba en casa encerrado en la biblioteca con mi padre. Me pegué a la puerta para intentar oír lo que hablaban sin frutos, los sonidos me llegaban apagados e inentendible. Solo alcancé a oír mi nombre y la mención de una boda. En ese instante apareció uno de los servidores de mi padre regañándome y apartándome de aquella puerta para dejarme en manos de la doncella, quien me recordó que una niña muy bien educada como era yo y de tan solo diez años no debía estar espiando la conversación de los mayores. Lo poco que debía saber también me era oculto y así seguiría hasta que llegara el momento.
Dos años pasaron y aunque yo preguntara solo me decían que me casaría con el condotiero Gianciotto Malatesta de Rímini. Cuando pedía que me lo describieran se creaba un silencio enorme y desviaban la conversación. Yo no comprendía por qué. Aquella noche por primera vez ocurrió algo extraño, soñé; no cualquier sueño como los anteriores en donde la magia de brujas era visible o algún gigante aterrorizaba el pueblo. En este apareció un hombre mayor en la sala, mi padre nos dejó solos y ése desconocido, cuyo rostro no podía distinguir, se quedaba mirándome en silencio, me decía lo hermosa que estaba y que si quería ir a otro lugar para conversar más tranquilos. Acepté y fue él quien me guió por mi propia casa llevándome a uno de los jardines laterales. Allí pidió sostener mis manos, solo eso. Al principio me negué por pena hasta que insistió y cedí. Sus manos calientes le dieron calor a las mías haciéndome soltar vagos suspiros disimulados por algo que no quería aceptar. Repitió lo hermosa que me veía y cuando su mano se acercaba a tocar mi mejilla apareció un perro saltándonos en el regazo con intenciones de jugar. Aquello era tan hermoso e irreal. Por mucho que mirara fijamente aquel rostro no distinguía nada, solo sentí que el roce de sus manos fue tan suave como la seda.
Desperté asustada y con el corazón latiendo fuerte, tanto por lo que había sentido como por el susto de haber soñado algo así. Terminé riendo conmigo misma por las ocurrencias que trazaba mi mente. Eso me asustó un poco ¿Me estaba enamorando de Gianciotto sin siquiera conocerlo? ¿Era posible?.
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