martes, 27 de abril de 2021

Beso Mortal - Capítulo 10.

Obra de Eugene Deully, 1897.


CAPITULO 10.


Al leer que la risa deseada

Besada fue por el fogoso amante,

Éste, de quien jamás seré apartada,

La boca me besó todo anhelante

La divina comedia


La idea de detectar en las miradas de Gianciotto y Orabile, cuando nos encontrábamos en ocasiones, que sabían la verdad me hacía desviarla rápidamente. Me había vuelto una cobarde de la sensibilidad de pensar en la traición.


Una noche en que Gianciotto me buscó entre las sábanas yo no podía mirarle la cara, había sensaciones que sí me causaba pero ese día en especial las fingí todas, incluyendo los orgasmos para mantener su virilidad intacta. Él no se conformó con eso y buscó mis ojos perdidos en el supuesto placer. Me pidió directamente que lo viera pero no pasaron tantos segundos cuando miré en dirección a la ventana, quería ver la piel de su barriga o cualquier otra zona en donde no estuvieran sus ojos, eso lo obstinó.


Mientras estaba sobre mí poseyéndome, se soportó con una mano mientras que con la otra me tomó el mentón y me exigió que lo mirara. Tuve que hacerlo, no sin ver en sus ojos la decena de encuentros que yo sostenía con su hermano. Fue tan horrible ese panorama que algo dentro de mí comenzó a quebrarse. «¿Qué tienes, por qué ya no me miras, me volví más horrible de lo que soy?» me dijo sin soltarme. El peso de sus palabras, de su verdad y observación pudo conmigo y me quebré. Dejé de fingir y las lágrimas surgieron solas viendo aquellos fragmentos de las escenas pasionales. Dejó de moverse y se apartó. Pensé que preguntaría qué ocurría, en cambio se vistió y sin decir nada salió. Me quedé sola sollozando hasta dormirme.


¿Por qué no me había preguntado nada? ¿Sabía lo que estaba ocurriendo con su hermano? ¿Sabía al menos que era con él o pensaba en alguien más? ¿Desde hacía cuánto lo sospechaba? ¡Por qué no me decía nada! En vez de confesar solo me acorralaba con mis pensamientos que me iban consumiendo.


Bastaba que apareciera Paolo para que olvidara los pesares aunque ocurrieran cinco minutos después. La traición siempre me seducía y me decía que era lo mejor que me pasaba en la vida, que con ella disfrutaba más de la vida marital que pude haber tenido si me hubiera casado con Paolo, que para qué me iba a preocupar por la fidelidad si nadie más que nosotros sabíamos lo que pasaba, que dejara de llorar porque cuando amanecía todo se me olvidaba. Todo era tan cierto, sabía que estaba mal.


Otra de las tantas tardes en la que aseguraba que estaría sola y nadie nos podría molestar, estaba con Paolo en la fortaleza Gradara, inmenso castillo desde el que se lograba observar parte de los ochocientos metros de muralla que la rodeaba. Ese día lo planeado era pasar tiempos juntos y nada más, así comenzamos, nos fuimos a la biblioteca porque tenía ganas de que leyéramos algo. Paolo intentó darme algunos besos apasionados y yo acepté puros roces, pues había dejado la puerta abierta para no levantar sospechas. Exigente le pedí que mejor leyéramos algo. En vista que parecía no interesarle mucho, elegí yo. Saqué de la cuarta hilera “Lancelot, el caballero de la carreta” de Chrétien de Troyes, libro escrito hacía cien años atrás y que hacía semanas había comenzado, trataba de un vasallo que se enamora de una dama, la reina de Ginebra, esposa del rey Arturo y sus completos problemas entorno a esto.


Con libro en mano me dispuse a leer allí mismo y Paolo me detuvo «Aquí no mi dama» citó en contexto del título escogido. Insistí que no subiríamos a mi alcoba al principio y finalmente le ganó a mis ideas, así que subimos no sin antes mirar a todos lados asegurándonos que nadie nos viera. Apenas adentro me buscó de nuevo los labios y dramaticé otra molestia. Realmente solo quería leer, además intentaba distraer mi mente de los últimos pesares. Más bien me había puesto en riesgo de cercar la frontera del deseo por estar con mi amante en la misma habitación a solas.


Leía en voz alta la escena donde Lancelot por fin besaba los labios de Ginebra, quien traicionaba el amor de su rey. Paolo me miró sorprendido conociendo el contexto y yo sonreí sin pensar que imitaría al personaje. Ciertamente su tercera vez fue la vencida porque en seguida cerré el libro sin desprenderme de sus labios y lo dejé al borde de la cama. Apenas se inclinó sobre mí el libro cayó al suelo.


Paolo desató el dulce de sus labios sobre los míos y me sentí embriagada de ese amor tan tierno que lo bebí beso a beso. Primero fueron ligeros toques de amor, de esos inocentes que solo quieren demostrar que existes, que te quieren y estas allí. Luego una de sus manos me tomó por la parte baja de la cabeza y me asió hacia su boca, sorbió la mía sosteniendo mi labio inferior y respirándome tan cerca que percibí el olor a pan con cereal que había desayunado. «Te amo» me dijo mientras me apretaba contra su cuerpo.


Mis brazos se fueron aferrando en su espalda deseando rasgar toda la tela existente. Por un segundo se separó de mí para abrírsela de un tirón sin importar que los botones quedaran esparcidos. Oportunidad que aproveché para desatar mi blusa y dejarla ligera, así Paolo podría hacer lo que su cuerpo deseara. Ya sin camisa volvió a mí, aparto la blusa y llevó su lengua a mis colinas causando que endurecieran como si el frío de una nevada hubiera caído repentina. Yo con mi barbilla pegada al cuerpo veía y sentía cómo fueron saboreadas una a una, incluso mordidas suavemente. Luego el desespero pudo más y el eclipse de su boca las cubrió lo más que pudo y se retiró dejando el rastro de saliva que regresaba a mi boca.


Que mis manos pudieran sentir nuevamente la piel de su espalda sin intermediario me hacía desearlo más de muchas formas y por la excitación la rasguñé. Paolo rugió por lo bajo, se arqueó y su mano buscó mi sexo tibio reconociendo el área. Apenas sus dedos surgieron los llevó a degustarlos. Soltó mis labios y fue descendiendo, se detuvo unos minutos en mi abdomen mientras que toda yo palpitaba deseando que me poseyera sin preámbulos. Así le dije y solo sonrió. Hizo que me pusiera de pie para despojarme de toda prenda y él hizo lo propio dejándome ver aquello que hacía minutos había sentido en mi abdomen bajo su ropa y que ahora comenzaba a brillar de excitación. Hice ademán de tomar dominio y me empujó contra la cama subiendo sobre mí. Me vi siendo llevada al cielo nuevamente pero solo volvió a pasear sus labios de arriba abajo hasta que tomó mis piernas las abrió como compuertas y con pase libre hundió su cabeza.


Quizá fueron los sonidos bestiales que solté lo que alertaron, nunca supe, porque sentir cómo su gusto me poseía breve y rápido me hizo empujar su cabeza hacia mí como si quisiera que volviera a nacer de un cuerpo al que amaba. Me arqueé y con una mano sobre mi pecho me hizo regresar sobre la cama, yo la tomé y apreté como si de ello dependiera todo. Un primer estruendo fue liberado, solo así surgió triunfante para llevar de aquel manjar agridulce a mis labios. Sus manos y labios me siguieron trabajando con esmero. Entregada al hombre que realmente amaba solo le decía que entrara ya, no quería perder tiempo, quería sentirlo al instante.


En un movimiento de frenesí le jalé el cabello, le saqué el rostro de mis profundidades y guiado por mí lo acosté para ser yo quien con su placer provocara el mío. Al instante poseí a mi provocador y sorbí eliminando aquel brillo que lo hacía más hermoso. Me hizo señas para acomodarnos y ahora mi intimidad quedaba sobre su rostro y la suya bajo el mío. Apenas lo volví a sentir solté un quejido involuntario. Yo regresé a mi tarea, esta vez con más profundidad y labor. Allí estuve lenta con el antes, durante y después que lo hicieron estallar. El rastro lo hice desaparecer tan rápido como pude y notándolo hizo que sus labios apasionados me siguieran besando la intimidad justo donde debía. Quería eso y más.


Terminado aquel acto me volcó esta vez para ponerse en toda la entrada y con la mayor lentitud existente explorar mis cavernas. Aunque con mis piernas hice presión para sentirlo sin dilación, él tuvo fuerzas y se contuvo. Ya casi poseída dio un último empuje que me enloqueció, cerré los ojos, me aferré a las sábanas y lo volví a mirar. Él inició su marcha por mis parajes, reconociendo la humedad, curvas, presión y toda la geografía correspondiente a mi cuerpo. Con cada embestida gruñía, yo respiraba agitada. Mi sudor hizo perlar toda mi piel a lo cual sin detenerse se inclinó sobre mí y me lamió cerca del cuello. Minutos después solo pude decirle «Voy» seguido de mi endemoniado placer que me retorció a los lados y tranqué las respiraciones, las solté, las volvía a capturar dueña de mí. Mis manos fueron a parar a sus nalgas que le evitaron la salida. Allí dejé el rastro fuerte de mis uñas junto con un aullido que retumbo en la habitación.


Ya deshabitada y alimentada él pensaba vestirse. Lo tomé por un brazo para que se embriagara conmigo de más besos a lo que su dragón revivió de aquella flacidez y yo no estaba dispuesta a dejarlo vivir tan fácil. Quiso repetir los movimientos. Volví a recostarlo y esta vez monté al dragón que enfurecido me embestía desde abajo, sentí que en cualquier momento volaría tan alto que no regresaría. Luego dejé caer todo mi peso para ser yo quien dominara los movimientos. «¡Silencio!» me dijo Paolo pero yo casi no lo oí, estaba disfrutando de aquello y no me importaba lo que pudiera pasar. Alguien parecía que había tocado la puerta preguntando si ocurría algo malo. Paolo no respondió, si lo hacía revelaría nuestros actos. No importó, pues la persona abandonó el llamado y no se oyó más. Yo seguí ejerciendo presión y profundidad repetidas veces. Él se sentó en oportunidades para besarme y regresar a la comodidad de la almohada. Finalmente volví a sentirlo caliente inundándome en combinación con mi represa. La huella en el lecho era tan evidente. Sonreímos y me tumbé sobre su pecho sin que saliera de mí. Así fuimos dormitando hasta que ya acomodados decidí retomar la lectura.


Con la mitad de nuestros cuerpos bajo las sábanas leí tal vez media página pero el agotamiento nos ganó y con libro en mano me dormí, seguro él me siguió para no abandonarme. Eso fue la desgracia. Desde el fondo del sueño oí un golpe seco, alguien parecía haber abierto una puerta de golpe, se escuchaba tan lejos que no di atención, creí que era en la planta baja, incluso olvidé en la situación que me encontraba. El «Francesca» que escuché repetidas veces se oía violento como si me pasara algo malo pero yo me sentía bien, estaba relajada. Hasta que abrí los ojos, sentí los brazos de Paolo rodeándome dormido y también vi el horror. Estaba completamente desnuda, las sábanas estaban a un lado con evidentes marcas del pecado. Gianciotto estaba a solo dos metros y del susto grité, haciendo que Paolo despertara y viviera lo mismo que yo. Intentó tapar su desnudez pero ya no había nada que valiera.


Intenté calmar a Gianciotto, mentirle descaradamente en su cara pero él parecía decidido. Vi cómo su mano se alzó y se detuvo veloz contra mi pecho junto a una presión, pensé un golpe, nunca lo había hecho, y junto a la presión una tibieza roja seguido del dolor que fue incrementando segundo a segundo pero ya no me podía recuperar. Su mano se volvió atrás y se hundió nuevamente en mi cuerpo. Un largo puñal comenzó a hundirse en mí tantas veces como le alcanzó. Los gritos que solté eran descomunales. La sangre comenzó a envolverme toda y Paolo en el acto brincó de la cama. Gianciotto iracundo, soltando gritos que no entendí porque me dolía el alma, alcanzó a Paolo por la espalda haciéndolo caer repitiendo lo mismo que conmigo.


Los ojos me lloraban de todo: de dolor físico, dolor en el alma por la traición, por haber perdido un amor de amante que yacía en el suelo dejando su roja vida. La voz de Ganciotto seguía sonando de fondo soltando improperios, descargándose contra aquel, su hermano menor, con ayuda del puñal y yo sin poder aferrarme más a la vida, cerré los ojos. El ruido fue disminuyendo, lástima que el dolor no. Y me apagué por completo en plena consciencia de que mi esposo conocía la traición que cometía a sus espaldas. ¿Por qué no hizo algo antes? Esperaba que la cobarde pudiera confesarse por sí sola o que el supuesto caballero que me cortejaba tuviera la armadura bien puesta; las consecuencias igual estarían, tal vez no la muerte que, luego de dejarme disfrutar de uno de los mejores e íntimos momentos con mi amante, me arrebató con la violencia inesperada de esta existencia.

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Así llegamos al final de esta apasionante, erótica y trágica historia que Dante Alighieri reflejo en el Canto V. Me impactó tanto la escena que decidí buscar y saber si estos personajes habían existido realmente, y así fue. No dudé en investigar y dejar que la creatividad fluyera para traerle esto que ahora leen. Espero lo hayan disfrutado tanto como yo al escribirlo. Nos seguimos leyendo.
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¿Te perdiste el penúltimo capítulo?
Léelo aquí: CAPITULO 9.

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