CAPITULO 9
Hubo una tarde en que, siendo presa del deseo, le mandé una carta a Paolo que respondió tres horas después aceptando mi petición, nos encontramos en las bodegas de licores donde poca gente acudía en esas horas, ya me había dado la tarea de averiguarlo. Allí nos entregamos libremente por al menos una hora hasta que fuimos interrumpidos por sonidos que se acercaban.
Él tuvo tiempo de huir, mientras que yo disimulé con buscar alguna botella. Aquello le extrañó a Gianciotto que había bajado a buscarme porque me habían visto entrar. Me preguntó qué hacía allí a lo que le solté una mentira. La tristeza de mi cuerpo por los deseos que no fueron totalmente apagados permanecían, así que cegada me insinué allí mismo a mi esposo quien casi no me tocaba por mis propios pedidos. Aunque sorprendido, aceptó.Mientras nos íbamos al fondo donde la luz casi no alcanzaba, nos despojamos de todo y me tomó. Quiso preguntar cómo es que ya estaba más que lista pero guiado antes por el deseo, se adentró sin preguntar más nada. Esa bestia me desagradaba pero mis entrañas ardían y necesitaban ser apagadas. Como siempre, se echó sobre mí con torpeza, entraba y salía como quería. Me costó separar el placer del odio así que me concentré bastante para poder disfrutarlo. En un momento casi grito del susto al distinguir, unos metros más allá en la misma oscuridad, el brillo de unos ojos que nos miraban. En ese momento Gianciotto estaba tendido y yo lo cabalgaba, así que no se dio cuenta excepto por mi breve detención. Apenas reconocí la silueta de Paolo retomé el movimiento.
Algo que no había experimentado surgió de mis propias sombras. Creí que Paolo había huido, en cambio estaba oculto esperando que nosotros abandonáramos el lugar y no podía por obvias razones. Mis ojos se centraron en los de él que supo lo miraba y con la poca luz, mis ojos se adaptaron hasta reconocer toda su silueta. Mientras yo continuaba con Gianciotto concentrada en mí sin saber si él lo estaba disfrutando, vi cómo Paolo se hizo uno con su mano, así que para mí Gianciotto dejó de ser él y en cambio imaginé que era su hermano el que yacía bajo mí cuerpo. Los ojos de Paolo comprendieron la conexión y continuó agitando su mano rítmicamente imaginando, como yo, que seguíamos unidos. Sin siquiera tocarnos pudimos sincronizarnos, si yo bajaba su mano se retraía la piel, si yo me alzaba él la alejaba. Así hasta que mis orgasmos llegaron junto con los de él quien dejó notables rastros en la madera de uno de los barriles. Luego como si nada hubiera pasado, me levanté y vestí. Le pedí a Gianciotto que se apurara en hacer lo mismo y los dos salimos. Ya camino a nuestra alcoba anuncié con exageración que había dejado un accesorio del cabello. Le pedí que se adelantara y regresé para despedirme de mi amante con un beso apasionado que casi termina en otro reinicio de amor. Subí rápido y ese momento quedó sólo en nuestras memorias.
Con aquel reimpulso de supuesto amor hacia Gianciotto, la sospechas de traición se le olvidó. Cautelosa le pedí a Paolo que disminuyéramos de nuevo aquellos encuentros por el resto de 1284, solo eran dos meses en los que nos veríamos menos.
De dos meses pasaron a ser casi cuatro en los que pretendí ser la esposa feliz para despejar completamente las dudas de mi supuesto amado. Lo quería pero no era quien me hacía desear la carne. Me dediqué a atender a mis hijos y demás asuntos familiares. Gianciotto me buscaba por las noches y yo, aunque encendida, cedía, pero no del mismo modo que aquel día en la bodega. Quizá el simple hecho de cederle mi sexo lo hizo pretender que yo era feliz, que lo amaba con locura y que quería seguir con él y olvidarme de su hermano, si es que sabía que era con él que le ocultaba grandes secretos.
Por mucho que uno intente ocultar los secretos, siempre existirán unos labios dispuestos a contar lo que aprendieron los oídos y liberarán sin medida consecuencias sin retorno. A eso me acercaba yo a pesar que me había dado unas vacaciones en las que Paolo me saludaba, lo veía de lejos, me estrechaba la mano y nada más. Siempre que estaba con él, su hermano mayor nos vigilaba desde lejos inspeccionando nuestras actitudes y nosotros en pleno conocimiento de esto, nos comportábamos como una esposa y su cuñado inocente que tenía esposa e hijos.
Inició un nuevo año para todos y yo cumpliría mis veintiséis y casi diez años de conocer a Paolo con quien había sabido llevar este romance oculto. Paso el primer mes y retomamos nuestros encuentros pasionales. Llevándolos a tal punto y descaro que ocurría en las narices de todos sin que se dieran cuenta y los que sí, tal vez callaron. Incluso fui varias veces a casa de Orabile para pasar las tardes; en cualquier momento Paolo me tomaba para dar un beso, apretón, lo que resultara. También me ofrecí a cuidarla los días que cayó enferma y en el cuarto junto a éste fuimos amantes. De nuevo en la biblioteca, visitamos aquella granja perdida que ahora sí estaba abandonada, fuimos al río, llevamos a nuestros hijos a acampar y en la nada nos perdíamos dejándolos en manos de los criados por un rato. En la bodega de licores, en los arbustos tras la casa, en el callejón. Pare de contar, éramos los típicos novios fogosos que tenían prohibido verse a la luz pública porque tal vez seríamos sentenciados por nuestras familias.
El dolor de la traición aparecía repentinamente y fuera lo que estuviera haciendo, lo detenía para llorar, reprenderme una y otra vez, jurarme que abandonaría aquel juego peligroso por mi bien y el de Paolo. Así se lo hacía saber y ciego por mí negaba, no dejaría que eso pasara. Así le redujera mi amor, él seguiría buscando cualquier oportunidad para sentirme cerca. «Por lo que más quieras, no me abandones» me dijo una vez. Yo como todas las veces, caí rendida en su pecho para llorar y quedarme dormida.
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