Estaba alegre. Cuando fui al médico a hacerme la ecografía, lo vi. Vi ese bultito semi-redondo en la pantalla, diciéndome a gritos «Tengo tres meses».
Ya se comunicaba con el rápido palpitar de su corazón el cual lograba escuchar muy acelerado. Como no amar a algo, que horror, me corrijo: a alguien así. Que sin manos ni pies bien formados se gana tu amor, solo con un sonido frecuente de su palpitar y sus movimientos internos que poco a poco se irían desarrollando con el tiempo. Recuerdo ese día pedí, apenas al iniciar la consulta, que el eco fuera grabado. Al llegar a casa se lo mostré a mi esposo que, con ojos desbordados en lágrimas, también se alegró y me abrazó contra sí para luego palpar mi barriga que apenas comenzaba a asomarse y hablarle inmediatamente.
En solo ocho meses lo esperábamos. Ya habíamos comprado toda la ropa: manoplas, gorritos, pijamas, medias, mantas. Ya para ese tiempo sabíamos que sería un niño. Además mandamos a empapelar el cuarto y lo pintamos de verde claro, el azul nos parecía demasiado simbólico para indicar que sería niño. Compramos el coche, la cuna y todo lo que podría y no ser necesario.
Pero algo muy inesperado pasó cuando tenía 6 meses, lo perdí. Todo fue devastador. Era el fin de mi vida, o eso pensé. Caí y me enterré por decisión propia en el subsuelo, estuve mucho tiempo así. Mi esposo estuvo semana y media sin ir al trabajo. Pero luego vi nuevas esperanzas. Él y yo hablamos bastante en el siguiente semestre y finalmente decidimos adoptar a un bebé. Hicimos lo tramites, los meses siguientes fueron de ansias, nos hicieron estudios, entrevistas, exámenes médicos y demás, pero lo importante fue que logramos aprobar todas esas etapas para poder ser padres de una niña. Tendríamos que comprar nuevamente ropa, pero no me importaba. Tendría una niña —no de mi sangre—, pero sé que, con mi amor, su sangre se convertiría en mi sangre, mis rasgos físicos en los suyos y la amaría por siempre sin decepción alguna.
Autor:
Jorge Suárez
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